jueves, 26 de junio de 2014

El árbol de la mentira. La Chayo es BRUJA

El “árbol de la vida” de Murillo surge de un pensamiento mágico basado en el deseo y la voluntad, contra toda lógica, pues se asienta en la creencia que con este símbolo puede conjurar un hecho inevitable: la propia finitud, la muerte





















Si tomamos como referencia lo que Mircea Eliade, historiador de mitos, denomina el “simbolismo del centro”, los artefactos sembrados por Rosario Murillo en los cuatro puntos cardinales de la ciudad son un momento de transformación del caos en cosmos, por el acto divino –el suyo- de la creación: un “eje cósmico” (Axis Mundi) que se yergue en el centro del universo y pasa en medio de las tres zonas cósmicas, el cielo, la tierra y el infierno. Para la conciencia arcaica de Murillo, el “árbol de la vida” está cargado de fuerzas “sagradas” y representa sus ansias de inmortalidad pues según Eliade es el símbolo de la “vida sin muerte”.


Los ya desvaídos retratos gigantes de su consorte Ortega han quedado atrás. La conquista del poder por Murillo requería de un ritual de toma de posesión territorial como acto primordial de manifestación y como se sabe, no se puede configurar ningún paraíso (real o mítico) sin la presencia de árboles. No importa que los árboles no sean auténticos o que no ofrezcan sombra, frescor, compañía, intimidad o una corteza donde los enamorados Adanes  o Evas que transitan por la avenida Bolívar puedan grabar sus nombres dentro de un corazón flechado. El hierro y los flamantes guardas de seguridad que los custodian, impiden además –como ángeles asalariados del alucinante paraíso-que se acerquen. En esta concepción geomántica, el centro, el ombligo del mundo, es la propia Señora de los Anillos;  sus arbo-latas amarillas, el emblema del régimen.  No otro sentido tiene la pretenciosa instalación en la loma de Tiscapa, al lado del monumento a Sandino, de un colosal y cegador armatoste  que le dobla en altura y domina la ciudad. “Yo conquisté el sitio de poder del somocismo y al propio sandinismo; soy la reina de la colina y mío es el poder” parece decir la grosera copia del refinado trazo de Gustav Klimt, el pintor austríaco “fusilado” en Managua por estos delirios.

Bajo el rechinante sol del trópico, las arbo-latas amarillo Simpson resultan inapropiadas y estridentes.  El ridículo retrato de colorines de Chávez con serpiente emplumada, acompañado de unos loquísimos y baratos árboles navideños rematan el conjunto en la rotonda y confirman un mal gusto a prueba de bombas. La ausencia de equilibrio en relación con el entorno de techos bajos resulta sumamente inquietante, pues se tiene la sensación de que se pueden caer en  cualquier momento y aplastar casas, carros y personas. Marco Vitruvio, el antiguo arquitecto de César enunció las cualidades de la arquitectura de forma clara y simple: que sea firme, útil y bella (“firmitas, utilitas, venustas”) pero al parecer, la deidad de la colina jamás oyó hablar de él a juzgar por los resultados. Estamos ante una obra efímera e inútil, que representa el despilfarro, la arbitrariedad y la desproporción monumental. Es por eso que a la gente le provoca un instintivo rechazo, tanto estético como político.

El “árbol de la vida” de Murillo surge de un pensamiento mágico basado en el deseo y la voluntad, contra toda lógica, pues se asienta en la creencia que con este símbolo puede conjurar un hecho inevitable: la propia finitud, la muerte.   Refleja su miedo a la vejez, a la impermanencia y a la caída del poder. Se trata de un pobre autoengaño, pues ese proceso no hay arbo-lata que lo detenga. Es en realidad el árbol de la mentira: a sí misma, a los demás, fruto de su inseguridad y de un manifiesto trastorno obsesivo-compulsivo.  El árbol de chatarra, a diferencia de los anteriores arrebatos antiestéticos de la cultura  kitsch oficial, es la condensación simbólica más acabada del régimen en lo que tiene de abusivo, incongruente y totalitario. Por eso no se pudo resistir imponerlo de manera descomunal a la imagen de Sandino en la mera loma de Tiscapa,  en lo que sería  el equivalente de la instalación de la estatua ecuestre de Somoza por Somoza en el estadio.  Se puede entender entonces que los adefesios amarillos han sido puestos para ser derribados en su momento por una ira popular latente y en proceso de acumulación. Lo irónico del asunto es que ahí donde la señora imagina la “vida sin muerte”, los transeúntes solo ven las alucinaciones del poder.

No hay comentarios:

Publicar un comentario